Guillermo Fernández, El Museo Transformador
Por cinco duros te daban seis gusanos de seda en una pajarería de Tarragona que ya no existe. Todo empezaba cada primavera, yendo a pedir una caja de zapatos vacía en una pequeña zapatería local [con el tiempo uno aprende a valorar la santa paciencia de algunas personas]. Luego había que hacer unos agujeros en la tapa de la caja con la punta de un bolígrafo y —con la caja así preparada bajo el brazo—, recoger los seis gusanos en la tienda, cuyo tamaño dependía de lo que hubiera en ese momento.
A continuación había que ir a buscar hojas de morera y llenar la caja hasta los topes. En unos minutos los gusanos, aunque inicialmente cubiertos de su propio pasto, sobresalían de entre las hojas que ya habían devorado. Acercando un oído a la caja, era perfectamente perceptible el sonido del su masticar incesante. Pasados unos días, cada apertura de la caja para cebar a sus cada vez más gruesos inquilinos, iba acompañada de un olor dulzón y completamente característico.
Un día los gusanos, uno a uno, dejaban de comer, se arrinconaban en algún lado de la caja y parecían como enfermos. Pero no era eso, sino que ya les tocaba empezar a tejer sus capullos de seda amarilla. Mientras movían sus cabezas con una gracia que nadie hubiera esperado de aquel orondo gusano, se iban dejando de ver poco a poco entre la maraña de seda hasta despedirse para siempre de su vida como gusanos.
Una mañana te despertabas con un extraño y redoblante sonido en el interior de la caja. Al abrirla allí estaba una mariposa blanca y gruesa, no muy agraciada, como recubierta por polvos de talco; moviendo sus alas con todas sus fuerzas con aparente intención de volar, aunque sin otro efecto que el de desplazarse lenta y torpemente de uno a otro lado del fondo de la caja. Finalmente, tras una serie de apareamientos bien poco íntimos, un montón de pequeños huevos pardos fuertemente pegados al cartón de la caja daban todo por concluido: sólo quedaba la esforzada labor de retirar los pequeños cadáveres de las extenuadas mariposas, y de despegar los capullos vacíos y agujereados de la caja para recogerlos en un bote, no sin antes sucumbir a la curiosidad de abrir alguno de aquellos misteriosos estuches amarillos (a veces blancos) con unas tijeras pequeñas, para encontrar en el interior una especie de muda marrón de aspecto bastante siniestro.
No recuerdo cuánto duraba aquel proceso completo, pues ya se sabe que los niños tienen una percepción del tiempo errónea (¿o quizás era aquella la percepción correcta del tiempo?). Cuánta Realidad en estado puro. Cuántos objetos, cuántos fenómenos, cuánta conversación (no sólo sobre ciencia), cuánto estímulo voluntario por conocer y aprender. Qué paradigma más perfecto del poder del lenguaje museográfico era aquella modesta caja de zapatos.
Qué gran exposición en sólo unos pocos decímetros cuadrados… Y sin cartelas, videos, ni visitas guiadas.
Y todo por cinco duros, un poco de dedicación y mucho entusiasmo.