Guillermo Fernández, El Museo Transformador
El objeto —como elemento básico del lenguaje museográfico junto con el fenómeno— se usa en la exposición en forma de dos recursos concretos: como pieza y como modelo. No es posible clasificar los objetos como piezas o como modelos a priori, ya que todos los objetos pueden funcionar como ambas cosas en función de cada propósito comunicativo.
Un tiesto con una planta viva de lirio florido (la flor de lis), actúa como pieza en un jardín botánico (se representa a sí misma de forma literal), pero lo hace como modelo en una exposición sobre la dinastía de los borbones (representa a un concepto de forma metafórica). Incluso el tiempo puede hacer que estos propósitos cambien. Un retablo gótico fue en el siglo XVI un modelo para comunicar diversos aspectos de la historia sagrada a unos fieles con pocos recursos gráficos al alcance, aunque hoy en día es una pieza de alto valor per se.
Análogamente en el caso del fenómeno: mirar a través de un caleidoscopio en el contexto de una exposición de óptica, es una demostración que explica las reflexiones múltiples en espejos enfrentados con un cierto ángulo de inclinación, pero también puede comunicar la intensa variabilidad de las narrativas vitales de las personas en una exposición sobre el neoliberalismo, actuando en este caso como analogía.
Algunos de los modelos más utilizados son las réplicas exactas de alta calidad artística y técnica de una pieza en particular, un recurso habitual de muchos conservadores y promotores de exposiciones. En ocasiones se cae en la trampa de debatir la conveniencia de usar una pieza o su réplica, o de considerar una réplica como un mal menor cuando no se dispone de la pieza. Este debate está mal planteado, ya que pieza y modelo (una réplica en este caso) son recursos museísticos diferentes, tienen propósitos distintos y deben usarse cada uno en su categoría y aplicación: su uso no se excluye sino que se complementa, junto con el resto de los recursos del lenguaje museográfico.
Frecuentemente se habla de la magia de ciertas piezas reales, particularmente las piezas únicas (lo que Walter Benjamin denominó aura). El aura es “eso” intangible e inefable que nos hace morirnos de ganas de sentarnos en una silla que perteneció a Gaudí, y también lo que hace que rechacemos de pleno hacerlo en un garrote vil que haya sido profusamente usado en el siglo XIX. Pero el modelo, a pesar de no tener aura, puede servir a muy diferentes propósitos museísticos, tal y como un uso táctil tan útil en muchas aplicaciones [en todo caso, lo que todo buen museísta siempre debería evitar es dotar a las réplicas de un falso aura proclamando que son piezas reales, dando así lugar a la estafa museística por excelencia….].
Llama la atención que en el caso del fenómeno esta diferencia entre lo literal y lo metafórico se asume con mucha mayor naturalidad que en el caso del objeto, e incluso se admira este trabajo de mediación. Nadie espera encontrarse en un museo con el Tornado de San Justo, por lo que se celebra la famosa analogía creada por Ned Kahn para Exploratorium (Tornado, 1986), presente en casi todo museo de ciencia contemporáneo. En este caso sí que se asume con total naturalidad que la analogía de un fenómeno (concomitante con el modelo —o en ocasones réplica— de un objeto) es un recurso oportuno y meritorio del lenguaje museográfico. De hecho, gran parte del trabajo museístico más interesante y valorado consiste precisamente en la creación de buenas analogías museísticas.
Seguiremos hablando de este tema.