Este artículo fue publicado por Paul Valéry en Le Gaulois el 4 de abril de 1923.
No me gustan demasiado los museos. Hay muchos admirables, con nada deleitable. Las ideas de clasificación, conservación y utilidad pública, que son justas y claras, tienen poca relación con los deleites. Al primer paso que doy hacia las cosas bellas, una mano me arranca el bastón, un rótulo me prohíbe fumar. Enfriado ya por el gesto autoritario y el sentimiento de coerción, penetro en alguna sala de escultura donde reina una confusión fría. Un busto asoma deslumbrante entre las piernas de un atleta de bronce. Calma y violencias, sonrisas, pasmos, contracciones y los más forzados equilibrios componen una impresión insoportable. Estoy en un tumulto de criaturas congeladas donde cada una pide, sin obtenerla, la inexistencia de todas las demás. Y eso sin hablar del caos de magnitudes sin medida común, de la mezcla inexplicable de enanos y gigantes, ni siquiera del resumen de la evolución que nos ofrece semejante asamblea de seres perfectos e inconclusos, mutilados y restaurados, monstruos y caballeros…
Dispuesta el alma a cualquier pena, me adentro en la pintura. Ante mí se despliega en silencio un extraño desorden organizado. Soy presa de horror sagrado. Mi paso se vuelve reverente. Mi voz cambia y se coloca algo más alta que en la iglesia, pero un poco más baja que en los asuntos ordinarios de la vida. Pronto dejo de saber a qué he venido a estas soledades enceradas, con algo de templo y de salón, de cementerio y de escuela… ¿He venido a instruirme, o a buscar algo que me encante, o bien a cumplir con un deber y satisfacer las apariencias? ¿O no podría ser incluso un ejercicio de un género particular este paseo tan pintoresco, al que una belleza estorba cada paso y a cada instante desvían a diestro y siniestro obras maestras entre las que hay que conducirse como un borracho entre bares?
La tristeza, el aburrimiento, la admiración, el buen tiempo que hace ahí fuera, los reproches de mi conciencia, y la terrible sensación del gran número de grandes artistas, vienen conmigo. Noto cómo me voy volviendo terriblemente sincero. ¡Qué cansancio, me digo, qué barbarie! Esto es inhumano. Esto no tiene nada de puro. Es una paradoja, semejante acercamiento entre maravillas independientes pero rivales, incluso más enemigas cuanto más semejantes.
Sólo una civilización ni voluptuosa ni razonable puede haber edificado esta morada de incoherencia. Es insensato lo que resulta de esta vecindad de visiones muertas. Se tienen celos, y se disputan la mirada que les da existencia. De todas partes llaman mi atención indivisible. Vuelven loco a ese punto vivo que arrastra a toda la máquina del cuerpo hacia lo que le atrae… El oído no soportaría escuchar diez orquestas a la vez. El espíritu no puede ni seguir ni dirigir varias operaciones distintas, y no hay razonamientos simultáneos. Pero el ojo se encuentra obligado a admitir en la abertura de su ángulo movedizo y en el instante de la percepción un retrato y una marina, una cocina y un triunfo, y personajes de los más diversos estados y dimensiones; y encima ha de acoger en una misma mirada armonías y maneras de pintar mutuamente incomparables.
Así como el sentido de la vida se ve violentado por ese abuso del espacio que constituye una colección, no ofende menos a la inteligencia una apretada reunión de obras importantes. Cuanto más bellas son, cuanto más excepcionales efectos de la ambición humana, más deben distinguirse. Son objetos raros, que
sus autores hubiesen querido únicos. Ese cuadro, se dice a veces, MATA a los que tiene alrededor…
Estoy seguro de que ni Egipto, ni China, ni Grecia, sabios y refinados como fueron, conocieron nunca este sistema de yuxtaponer producciones que se devoran unas a otras. No alineaban unidades de placer incompatibles bajo números de matrícula y según principios abstractos.
Pero nuestra herencia es aplastante. El hombre moderno, extenuado por la enormidad de sus medios técnicos, está igualmente empobrecido por el exceso de riquezas. El mecanismo de donaciones y legados —la continuidad de producción y adquisición— junto con esa otra causa de crecimiento que tiene que ver con las variaciones de moda y gusto, con la vuelta del gusto a obras que se había desdeñado, contribuyen sin descanso a la acumulación de un capital excesivo y, por tanto, inutilizable.
El museo ejerce una atracción continua sobre todo lo que hacen los hombres. El hombre que crea y el que muere lo alimentan por igual. Todo acaba en la pared o en la vitrina… Sin poderlo evitar pienso en la banca de ciertos juegos que gana en todos los lances. Pero la capacidad de servirse de esos recursos cada vez más grandes está lejos de crecer con ellos. Nuestros tesoros nos abruman y nos aturden. La necesidad de concentrarlos en un edificio exagera su efecto pasmoso y triste. Por vasto que sea el palacio, por adecuado y bien ordenado que esté, siempre nos encontramos un poco perdidos y desolados en esas galerías, solos contra tanto arte. La producción de miles de horas que tantos maestros consumieron pintando y dibujando actúa en unos instantes sobre nuestros sentidos y nuestro espíritu, ¡y eran horas cargadas a su vez de años de búsquedas, experiencias, atención y genio…!
Inexorablemente hemos de sucumbir ¿Qué hacer? Nos volvemos superficiales. O bien eruditos. En materia de arte la erudición es una especie de derrota: aclara justo aquello que no es lo más delicado, y ahonda en lo inesencial. Sustituye la sensación por sus hipótesis, y la presencia de la maravilla por su prodigiosa memoria; y añade al inmenso museo una biblioteca ilimitada.
Salgo con la cabeza molida y las piernas tambaleantes de ese templo de los placeres más nobles. La fatiga extrema se acompaña a veces de una actividad casi dolorosa del espíritu. El magnífico caos del museo me sigue y se combina con el movimiento de la calle viva. Mi malestar busca su causa. Percibe, o inventa alguna imprecisa relación entre esa confusión que le obsesiona y el estado atormentado de las artes de nuestro tiempo.
Estamos y nos movemos en el mismo vértigo de mezcolanza que le infligimos como suplicio al arte del pasado.
De golpe percibo una vaga claridad. Se insinúa en mí una respuesta, se destaca poco a poco de mis impresiones y exige pronunciarse. Pintura y Escultura, me dice el Demonio de la Explicación, son niños abandonados. Su madre ha muerto, su madre Arquitectura. Mientras vivió les daba lugar, empleo y límites. Les estaba negada la libertad de errar. Tenían su espacio, su luz bien definida, sus temas, sus alianzas… Mientras vivió, sabían lo que querían…
—Adiós, me dijo esta idea, no iré más lejos.
Paul Valéry, el escritor, poeta, ensayista y filósofo amante de la belleza pura, de la naturaleza y del arte, escribió el artículo El problema de los museos en Le Gaulois el 4 de abril de 1923. Valéry consideraba el arte como «la única cosa sólida» y le incomodaba que los museos pusieran trabas a su goce mediante clasificaciones, normas y prohibiciones que le parecían absurdas. Hagamos un breve análisis de lo que decía entonces en este artículo y cómo, cien años después, algunas de sus ideas siguen siendo válidas aunque los museos hayan cambiado.
Paul Valéry menciona diversas veces el término deleite como antónimo de admiración, que es lo que según él, causaban las ideas de clasificación, conservación y utilidad pública. Placer, deleite, gozo —enjoyment— que hoy demasiado a menudo se ha confundido con diversión —fun—. Creo que Valéry se refiere al deleite vinculado a la experiencia intelectual profunda, aquella que produce transformaciones. Valéry se queja del gesto autoritario que le impide fumar —pongamos ahora cualquier otra prohibición—, mientras avanza hacia las cosas bellas. Se queja del «tumulto de criaturas congeladas donde cada una pide, sin obtenerla, la inexistencia de las demás». Del extraño desorden organizado que le produce un «horror sagrado». Describe el museo como una mezcla de «templo y de salón, de cementerio y de escuela…».
El horror sagrado de Valery se refiere a un modelo de museo de principios del S. XX. Un museo muerto —un cementerio—, en el que el objeto, las colecciones clasificadas, eran su última finalidad. Poco a poco (muy poco a poco, hasta el punto de que muchos de ellos todavía no lo han hecho), los museos han ido cambiando sus objetivos para abrirse al público y centrarse en él. El visitante como centro de su actividad. Y eso está bien, muy bien, pero…
Han pasado muchos años desde entonces. En los museos todavía es exigible el placer de deleitarse no sólo con la contemplación de lo bello, sino con la experiencia intelectual de lo tangible. En muchos casos —todavía demasiados—, la sobreabundancia de objetos mezclados que se estorban unos a otros sigue siendo un impedimento para ello. En otros, especialmente en los museos de ciencia, es la sobreabundancia de conceptos intelectualmente complejos, lo que lo impide a pesar del esfuerzo museográfico realizado. Hay que insistir en que menos es más.
Todo ello en una sociedad que ha substituido el placer de la experiencia pausada, de la conversación tranquila con los que nos acompañan, de perder el tiempo porque sí, por la necesidad de pisar el museo para marcar la casilla en nuestro carnet de lugares de obligada visita. U, otras veces, cuando convertimos al museo en la escuela que Valéry denuncia, por la angustia de tener que conocer en una sola visita todo lo que contiene el museo porque no vamos a volver a él aunque vivamos en la misma ciudad. Hay que cumplir un deber autoimpuesto, que responde a esta necesidad gremial de hacer lo que hace la tribu y, sobre todo, tuitearlo o postearlo con nuestro smartphone in situ con selfi incluida «para satisfacer las apariencias».
«El hombre moderno —dice Valéry—, extenuado por la enormidad de sus medios técnicos, está igualmente empobrecido por el exceso de riquezas». La acumulación de tesoros abruma y aturde y solo sirve para ofrecer una mezcla incoherente que representa esta acumulación de objetos faltados de toda narrativa. Miles de horas de creación humana —o natural, añado—, se quieren condensar en instantes de acopio de información y conocimiento. Ante ello «inexorablemente hemos de sucumbir ¿qué hacer? Nos volvemos superficiales», afirma. O eruditos desconectados de la realidad.
En cien años, no hemos avanzado mucho nos tememos, en superar la falta de narrativa. Algo se ha hecho, no hay duda, especialmente en las exposiciones temporales, pero no demasiado en las permanentes. Su mismo nombre lo dice todo: exposiciones que no evolucionan, que no mudan, que permanecen igual a lo largo de decenas de años, obligando cuando ya es inexorable, a grandes reconversiones que requieren de unos recursos inasumibles para ponerse al día. ¿Le damos la vuelta? Quitémonos el corsé que nos obliga a mostrar muchos objetos o fenómenos para pasar a explicar historias que interpelen a las personas —¡a todas!— y poner para ello, sólo aquellos objetos patrimoniales, aquellos módulos que sean imprescindibles. Repetimos: menos es más.