El Museo Transformador
Las renovaciones de los museos son momentos extraordinariamente arriesgados. Por una parte —y esto es algo muy propio de nuestro sector— suelen ser demasiado drásticas. Aunque lo lógico sería que un museo se fuese renovando progresivamente y día a día [única forma sostenible de hacer progresar cualquier proyecto], los museos a menudo optan incomprensiblemente por dejar que sus instalaciones, tras ser inauguradas con gran pompa, se vayan deteriorando como cosas-terminadas sin aplicar apenas desarrollos o mejoras, más allá del mantenimiento.
Pasado un tiempo —típicamente una década— alguien dice que el museo (o tal sala) ya requiere una renovación por caduco y envejecido, y entonces suenan las alarmas. La filosofía de estas renovaciones a menudo tiene mucho en común con la renovación de un cuarto de baño: ¿está ya desgastado por el uso de años? pues lo cambiamos por otra cosa resplandeciente y actual que tenga una aplicación similar, una reforma casi del todo formal. Esta dinámica deja claro que para muchas organizaciones el museo es un producto y no tanto un servicio; un fenómeno arquitectónico y no tanto un fenómeno social.
En el mejor de los casos y si todo va bien, para la renovación se desbloquearán cifras fabulosas que contrastarán casi cómicamente con las estrecheces económicas habituales del museo (habitualmente en base a proyectos europeos, subvenciones o partidas extraordinarias sin continuidad). A menudo estas cifras tienen el demoledor efecto de atraer como moscas a la miel a megaempresas todo-en-mano, cuyo conocimiento museográfico suele ser muy cuestionable, pero cuya capacidad para ganar concursos es sin duda abrumadora (aunque siempre a condición de que sean lo bastante jugosos). Los museos, con demasiada frecuencia y sorprendentemente, suelen renunciar a dirigir o a liderar a estas empresas: con cierto complejo de inferioridad se ponen en sus manos en casi todos los aspectos para regocijo de estas macro-organizaciones, que ven en los museos auténticas peritas en dulce; unos clientes dotados de buenos talonarios y extraordinaria mansedumbre —a pesar de ser los museos los clientes—, y que casi siempre se conformarán con que se les provea de algo inaugurable, puntualmente el día correspondiente.
En no pocos de estos casos el proyecto de drástica renovación inducirá una especie de encantamiento ampliamente compartido por todos los implicados, que generará la atmósfera de que lo próximo que se va a hacer será excepcional y dejará del todo superado a lo que hay, por evidentemente ya trasnochado y obsoleto. Pero tras la reinauguración los cocheros vuelven a ser ratas, y las conclusiones suelen acabar siendo las de siempre: ni lo que había era tan malo ni caduco si se hubiese cuidado y desarrollado en su momento, ni lo nuevo resulta ser tan estupendo, a pesar de haberle salido casi siempre carísimo al museo. Las megaempresas por su parte, cobran, se despiden y se desentienden, aunque sólo hasta la década que viene.
Lo más importante que cualquier organización puede conservar es su propia narrativa, aunque sea modesta: su progresión, su tradición, su aportación, su experiencia… Un activo que, sin ir más lejos, la empresa privada suele cuidar —y vender— como oro en paño. Pero esto a muchos museos no parece importarles demasiado. Museos con décadas de antigüedad ven arruinado su expertise acumulado en estas mal llamadas renovaciones que, tras la idea naíf de estar desarrollando el museo, se limitan meramente a resetearlo, renunciando torpemente a lo más importante que costosamente iban acumulando, en la necedad de confundir aquello creado en el pasado con aquello que está pasado. Como dice el filósofo Gregorio Luri, hoy se valora más lo nuevo que lo bueno, y en los museos lo sabemos bien.
Desde El Museo Transformador proponemos un cambio radical en esta dinámica. Olvidarnos por fin de las renovaciones drásticas y hacer de los museos organizaciones palpitantes, que día a día no se renueven, sino que mejoren, se transformen y se perfeccionen, también físicamente. Museístas vocacionales y apasionados que están más en las salas que en las oficinas: observando al público, hablando con él, cambiando cosas de sitio; pensando en nuevos recursos museográficos, probándolos aunque sea en forma de maquetas provisionales; haciendo reuniones in situ de pie y de sólo quince minutos; empleando el dinero poco a poco para asegurarse de atraer sólo a quienes amen los museos; dialogando continuamente con el sutil susurro del lenguaje museográfico. Y si los políticos o altos cargos se quejan de que quieren inaugurar algo, les podemos decir que si trabajamos así, cada semana podrán montar una inauguración si lo desean. Pero mejor que seamos lo suficientemente hábiles para hacerles cómplices de nuestra estrategia, en vez de caer en la excusa del mal de muchos.
Cuando comprendamos la importancia de recontinuar mucho antes que la de renovar, nuestra profesión —y sólo ella— absorberá, por fin, todo nuestro tiempo y pasión.