Guillermo Fernández, El Museo Transformador.
Mi amiga Olga, junto con su marido, regenta un pequeño gimnasio. Este sector ha sido uno de los más castigados a lo largo de toda la crisis del Covid-19.
Durante estos meses de cierre y dificultades, ellos han estado trabajando en diferentes aspectos pendientes del gimnasio para los que antes nunca encontraban momento: pintar los vestuarios, reparar algunas de las máquinas de fitness, mejorar el sistema de accesos, perfeccionar los mecanismos de comunicación e inscripciones de los socios… Más bricolage que inversión, me decía Olga, pero estaba contenta de los avances.
Creo que es admirable la eficiencia de la visión estratégica de este humilde gimnasio. El cierre obligado les ha servido para reforzar aspectos de su servicio nuclear, que radica en sus instalaciones presenciales. Olga y su marido demuestran así un claro enfoque acerca de cuál es exactamente el servicio que sus usuarios esperan del gimnasio, y también acerca de qué es aquello que demandarán de nuevo tan pronto la crisis remita ―que remitirá―. No se les ha ocurrido, por ejemplo, perder recursos en improvisar tutoriales de musculación en Youtube (de eso hay mucha cosa ya hecha en Internet, me decía Olga), o andar inventando ocurrencias de todo tipo para que parezca que el gimnasio sigue activo, aunque sea en base a cosas que están fuera de la órbita de su competencia distintiva.
Es cierto que han sido tiempos muy duros para todos en los que se puede pedir poco y acertar menos, pero será porque en la mayoría de los museos no tenemos vestuarios que pintar o máquinas de fitness pendientes de reparar, como para que este tiempo de confinamiento y poca asistencia en buena medida se haya desperdiciado en chapotear en los charcos de diferentes lenguajes ajenos, con frecuencia mirando más hacia los lados que hacia delante. Será porque los museos no tenemos retos internos pendientes en el desarrollo del lenguaje museográfico ―nuestro lenguaje propio― y en la optimización de la servucción del museo y de la gestión de la visita presencial, la cual constituye un aspecto clave de la experiencia museográfica y lo más singular y característico que ofrecemos. Pero a menudo se ha optado por proyectar externamente una imagen de presunto dinamismo a base de improvisar cualquier acción vistosa que pueda pasar por vinculada.
Se ha manifestado esta tónica también en el buen número de webinarios dedicados al papel social del museo que se han celebrado durante los meses de crisis sanitaria, y que frecuentemente han sacado a la luz problemas que en realidad ya estaban antes en los museos y que la crisis sanitaria sólo ha hecho más visibles. A pesar de una aparente unanimidad entre los profesionales en lo que respecta a la importancia de la función social del museo contemporáneo, una vez más se ha concretado poco y no se han dado pasos audaces o trascendentes, por lo que este interés repentino en la reflexión estratégica en principio no parece que vaya a tener mucha más continuidad fuera del contexto del Covid-19.
El problema que se revela una vez más es el de siempre: la poca o nula capacidad para la gestión estratégica regular que suele mostrar el sector de los museos, y que contrasta intensamente con su habitual diligencia en la gestión ejecutiva —a veces incluso un tanto agitada—. Esta escasa actividad estratégica frecuentemente se entremezcla con la gestión ejecutiva en perfiles de directivos tan bienintencionados como ingenuos, que pretenden que pueden hacer ambas cosas a la vez en el contexto de jornadas laborales infinitas. Ello a pesar de que todo demuestre que eso no funciona bien, y que la labor estratégica en manos de directivos de perfil ejecutivo, se suele quedar sólo en una mera labor táctica. Por otra parte, la inexistencia de una gestión estratégica hace evidentemente innecesaria la evaluación del impacto social del museo, siendo ésta sin duda una de las peores consecuencias de esta situación.
Pero lo curioso es que los museos sí disponen de estamentos estratégicos, aunque el problema es que a la hora de la verdad rara vez hacen su labor. Políticos que no saben nada sobre el museo contemporáneo pero que sí toman decisiones estratégicas claves para los museos públicos sin el asesoramiento adecuado. O Patronatos de fundaciones de las que dependen muchos museos, que paradójicamente no suelen contar con expertos en museística entre los patronos o entre sus asesores, y que frecuentemente se reúnen solamente dos o tres veces al año como única participación en el Patronato ¿Se imaginan que el Consejo de Administración de Repsol ―estamento estratégico equivalente al Patronato para el caso de una empresa privada― se reuniera sólo dos o tres veces al año? Que conste que nada se les reprocha a los Patronatos, pues cabe tener en cuenta qué se le puede exigir a alguien que no cobra por su labor [incomprensiblemente, en pleno siglo XXI los patronos de las fundaciones no pueden ser remunerados por ley por su crucial trabajo de desarrollo regular de las labores estratégicas, que son atribución del Patronato de una fundación].
Las pruebas del daño que en el sector de museos producen las carencias de gestión estratégica son abundantes. Muchos museos con colecciones, por ejemplo, apenas disponen de recursos para conservar la colección, lo cual constituía su misión clásica. Hoy en día, cuando el museo contemporáneo asume nuevas misiones sociales relacionadas con la educación, se le exige al museo de colección que también las aborde, pero sorprendentemente no se le suele dotar de más recursos que cuando el museo estaba exclusivamente dedicado a la conservación y a la exhibición. Esta situación imposible solo puede entenderse en el marco de las graves carencias de gestión estratégica existentes.
Para ser honestos no podemos dejar de mencionar a los Consejos de los Niños, impulsados por el pedagogo italiano Francesco Tonucci en diversos museos —demasiado pocos—. Se trata de una de las pocas iniciativas sólidas de gestión estratégica museística regular existentes, aunque llama la atención el hecho de porqué se ha prestado especial atención en estos museos a la participación estratégica de los niños y no tanto a la del resto de públicos o necesidades del museo ¿Será que en el fondo los directivos consideran que tener niños participando en labores estratégicas no deja de ser gracioso y mediático, mientras que nos da miedo que gente seria, pueda cuestionar aspectos clave de nuestra gestión?
Los museos nunca podrán funcionar con efectividad sin órganos estratégicos separados de los ejecutivos y que desempeñen una labor cotidiana, regular y cualificada. Ya sé que un museo no es Repsol, pero tampoco el gimnasio de Olga lo es. No siempre se tratará de tener equipos diferentes, sino de al menos identificar papeles separados con recursos equilibrados, de modo que cada ámbito haga la labor que le corresponde en el contexto del tándem estratégico/ejecutivo interdependiente que emplean todas las organizaciones contemporáneas que funcionan.