Óscar Menéndez, divulgador científico.
«Cuando oigo la palabra pedagogía me llevo la mano a la pistola». Medio en broma, medio en serio, he repetido esta frase en innumerables ámbitos de la comunicación científica. Siempre me han abrumado los objetivos meramente educativos de algunos museos, pero mucho más en los últimos tiempos, cuando uno de los grandes focos de prácticamente todos los museos de ciencia se ha centrado en el currículo escolar. Tampoco me extraña, la verdad, porque todavía recuerdo cuando ofrecí al colegio de mi hijo (de unos ocho años entonces) una visita al Museo Nacional de Ciencias Naturales y me contestaron: «lo veremos, pero tendremos que adaptarlo al currículo». Sin currículo no hay visitantes escolares. Y sin visitantes escolares, no hay grandes cifras de visitantes. Y sin esas cifras, los museos se sienten fracasar, al menos desde el punto de vista de algunos grandes jefes.
Seguramente todos somos un poco culpables. Y todos, entonces, responsables de cambiarlo. Por ello creo que una iniciativa como la de El Museo Transformador puede ser una tabla de salvación, en gran medida ahora que tendremos que hacer de la necesidad virtud o, podría decirse, del Covid-19 una oportunidad.
Es verdad que el manifiesto del Museo Transformador destaca los valores educativos en uno de sus puntos. Pero también es verdad que todo lo que hacemos en la vida tiene una función educativa para los que nos rodean, aunque esa no sea casi nunca la primera intención. Así tienen que ser los museos: educativos, pero sin pretenderlo como objetivo prioritario. O, tal y como expresa el propio manifiesto, entendiendo «el aprendizaje no como un proceso de transmisión de datos, sino como la creación de estímulos». Ya me lo dijo hace tiempo Pilar López García-Gallo, a mí, que me creo tan antipedagógico: «todo lo que haces es profundamente pedagógico». Y yo añadiría: «pero no lo parece».
Creo firmemente en el Museo Transformador. Y espero que iniciativas como esta ayuden a cambiar el rumbo de nuestros museos de ciencia. Como decía, la crisis sanitaria puede ayudar a evitar la dependencia de las cifras y a centrarnos en museos más dinámicos y más relevantes en su calidad, y no en sus cifras. Soy un gran defensor de los museos de ciencia para adultos, entretenidos pero transcendentes, estimulantes pero también divertidos. Ahora bien, también creo en un museo de los abrazos, y no sé cómo voy a poder trasladar ese museo que te abraza, y en el que te abrazas, a los tiempos postpandemia. Espero que los grandes profesionales que han lanzado este manifiesto sepan encauzarme.
¿Qué debe haber pasado para que al oír la palabra pedagogía, Óscar y como él, muchísimas otras personas se lleven la mano a la pistola? Asociamos pedagogía —o educación— con escuela y nos defendemos poniendo la mano en la pistola de la… (¿cómo le llamamos?) museística: ¿Comunicación? ¿Divulgación? ¿Mediación? Vaya, no nos ponemos de acuerdo.
Un sistema educativo rígido que sólo obedece a un currículum mal leído y la explosión de actividades escolares en los museos creadas como complemento y no en complicidad con la escuela, han pervertido lo que se esperaba de ellas. Los departamentos de educación de los museos empezaron en los años 70 y 80 del siglo XX para dar respuesta al incremento de visitas escolares que las nuevas pedagogías de las escuelas reclamaban. Luego crecieron con el boom de los museos en los 90 para, entonces, dar respuesta a la necesidad de actividades de ocio y cultura de la población (cierta población, no lo olvidemos).
Siempre con un único objetivo: aumentar el número de personas que entran en el museo ya fueran escolares, familias o adultos. Pero ¿qué hay de la cantidad de museo que entra en las personas? Ah, no, esto es muy difícil. ¡Bufff, cuanta faena! Y de esta manera, lo que debía ser un proceso artesanal, se convirtió en industrial y se escolarizó la educación en los museos. No en todos, seamos claros. Desde ya hace tiempo son muchas las personas dedicadas a la educación en museos que pugnan por volver al trabajo artesanal. Muchos los que de manera callada y nunca reconocida —la precariedad es absoluta—, optan por el trabajo comunitario y social, por el impulso antes que por la transmisión, por pensar en un ciudadano inteligente antes que en un aprendiz vacuo. Y sí, a todo ello le llaman educación museística porque lo es.
Un museo transformador es aquel que propugna que las personas que lo visitan salgan con más preguntas que respuestas, con inquietud por saber más, con la satisfacción de haber gozado con los sentidos pero especialmente de la conversación con los acompañantes. Y porque no, de los abrazos. Sí, volveremos a abrazarnos dentro del museo mientras susurramos al oído del otro lo que nos conmueve para, juntos, construir nuevos conocimientos no curriculares, de los que no nos examinará nadie.